Un cachete, una bofetada, un azote, una colleja, un capón, un zapatillazo... Son términos clásicos, con connotaciones no demasiado negativas y que muchos españoles tienen asociados a la educación de sus hijos. Utilizados de forma muy puntual, como último recurso, para marcar claramente un límite a un niño o a un preadolescente, un buen número de personas lo ven como algo eficaz.
La pregunta era, recalca el profesor, sobre cachetes o azotes, quedando fuera cualquier acción que pueda causar alguna lesión o marcas. De hecho, se excluyó de la muestra a los jóvenes que habían sufrido algún tipo de violencia más grave para no confundir el ámbito de la investigación. Y en este punto aparece otro dato llamativo: el número de alumnos excluidos por haber sufrido golpes más severos (por ejemplo, del que cumple la amenaza de quitarse el cinturón para dar una reprimenda, agarra por el cuello o da un puñetazo) fue "una cifra considerable", en torno al "15% del total de la muestra".
Estas últimas actitudes sí están condenadas y casi nadie las defiende, al menos en voz alta. Pero las otras, la del pequeño cachete cuando la niña de seis años no deja de gritar y molestar en medio de un restaurante abarrotado, o cuando el niño acaba de romper el jarrón de la abuela después de que le dijeran infinidad de veces que en el salón no se juega a la pelota, esas "están ampliamente aceptadas a nivel social", dice Gámez.
Lo que pasa es que los contornos son difusos. ¿Cuándo ha llegado el límite? ¿Cuándo la hora de utilizar el último recurso? ¿Cómo se sabe que no ha sido demasiado? Hay muchísimos matices que conviene tener en cuenta, ya que no es lo mismo el coscorrón puntual que tomarlo como norma cada que vez que se quiera conducir al menor.
Según el filósofo José Antonio Marina, la brújula es el "sentido común". "Hay que diferenciar" entre un maltrato físico fuera del marco educativo o que, dentro del proceso educativo, de forma puntual y para marcar límites, se pueda dar un cachete "siempre en un contexto de cariño y no en un arrebato de nervios", sobre todo en edades tempranas y para impedir conductas, no para fomentar buenos comportamientos, dice el responsable de la Universidad de Padres.
El juez de menores de Granada Emilio Calatayud ha dicho en numerosas ocasiones que el azote se puede dar siempre que sea en el momento oportuno y con la intensidad adecuada. Lo del momento y la intensidad adecuados pueden resultar conceptos un poco etéreos, pero, en general, quien defiende o, al menos, no rechaza de plano el azote desde un punto de vista estrictamente pedagógico dice que ha de ser el último recurso, que debe ir acompañado de calma, de reflexión, de cariño y de diálogo.
El problema es que es muy difícil que esos contextos se den. Según el trabajo de Gámez, los cachetes suelen ir acompañados -en nueve de cada 10 casos- de "agresiones psicológicas", es decir, de "gritos, de amenazas, de intentos de humillar al menor", dice el investigador.
"El cachete explicita la impotencia y la incapacidad del adulto", dice el pedagogo y doctor en Ciencias de la Educación Joan Josep Sarrado. Así lo percibe el niño y, por lo tanto, lo vive como una "venganza" del padre o de la madre, y no puede tener efectos educativos positivos, asegura. Otra cuestión, aparte del desahogo, es la eficacia inmediata que puede tener el capón. Gámez explica que pueden tener unos resultados a corto plazo de mayor obediencia, pero "a largo plazo, lo que ocurrirá es que probablemente el padre tendrá que aplicarlo cada vez con más frecuencia para obtener el mismo resultado", añade.
Además, también hablan muchos expertos de los efectos negativos a largo plazo -insensibilizarle ante el dolor ajeno y enseñarle a resolver sus problemas con violencia-, y a corto, causarle una enorme desorientación si el padre o la madre se sienten tan culpables después que tratan de compensarlo de manera exagerada.
En el lado contrario, muchas veces el argumento es: conmigo funcionó, no me he traumatizado y tengo una vida normal, así que no está tan mal. Para Gámez, alguien al que le dieron azotes tiene más posibilidad de dárselos a sus hijos y, por otro lado, también tiene sentido que se justifique si se utilizan por falta de estrategias alternativas o para justificar el comportamiento familiar que tuvieron con él.
El profesor de Psicología de la Universidad de Navarra Gerardo Aguado asegura que "se exagera, ya que tampoco se traumatiza a los niños para toda la vida". La cuestión, sin embargo, es que conviene descartar castigos físicos, simplemente, porque "son innecesarios, no tienen ningún objetivo educativo", y "no funcionan", es decir, no van a corregir el comportamiento del menor.
Pero las otras herramientas requieren tiempo, esfuerzo y paciencia. "En educación, nada se improvisa", dice Sarrado. Los procesos de diálogo, de comunicación, de respeto deben empezar muy pronto, cuanto antes, añade. Y también la utilización de castigos no físicos o no agresivos. Es muy importante poner límites, acostumbrar a los niños también a lidiar con la frustración, porque las familias tienden a "sobregratificar" a los menores, añade.
Mucho se ha hablado, cuando se trata de educación, de que el final de una sociedad represiva en España dio paso a otra mucho más permisiva que ha acabado experimentando graves problemas a la hora de ejercer la autoridad y de poner límites a los niños. Pero la respuesta, dice Pedro Rascón, presidente de la confederación de padres de alumnos Ceapa, nunca puede ser volver a fórmulas autoritarias y represivas del pasado.
Así, esas alternativas pueden incluir castigos no agresivos -aunque sobre el tema del castigo también hay muchas teorías encontradas- que van desde quitar algún privilegio (te quedas sin televisión o sin juguete), a arreglar el daño causado (pedir perdón, arreglar o pagar con los ahorros lo que se ha roto). Pero siempre debe ser, según Sarrado, un castigo inmediato, coherente -es bastante malo que los padres se contradigan-, justo, ajustado y mantenerse en el tiempo. "Puede que alguien llegue a la conclusión de que se ha equivocado con la respuesta al hijo, pero no debe cambiar de criterio hasta que el niño o la niña deje de presionar", para que no piense que el cambio se debe a esa presión. Y añade que solo si se han establecido antes unos hábitos de diálogo y unos compromisos funcionará en la adolescencia la vía de la negociación.
Gámez, por su parte, también insiste en que todas esas pautas deben establecerse desde el principio. Pero también habla de la necesidad de manejar la atención parental, es decir, no es una buena idea que el niño perciba que su padre o su madre solo le hacen caso cuando hace las cosas mal, y nunca cuando hace las cosas bien, dice el profesor.
La cuestión es que los padres no tienen por qué ser pedagogos y todas esas herramientas no son fáciles. "Hoy en día hay muchos recursos, hay escuelas de padres, se puede hacer un seguimiento muy de cerca con los profesores de los centros educativos", contesta Sarrado.
El debate sigue y seguirá abierto y los padres también tienen derecho a equivocarse sin que se les culpabilice, lo cual no quiere decir que, como señala Sarrado, "cuanto menos cachetes, mejor, y si puede ser, nada". Y así, sin fórmulas que den respuestas exactas, lo que queda es un enorme espacio entre el sentido común al que apela Marina y las respuestas científicas. Gámez admite que alguien al que le han dado cachetes es muy posible que no quede traumatizado, que no le queden secuelas en su autoestima, que no golpee a su vez a su hijo cuando sea mayor, que no genere conductas que incluyan la violencia en la resolución de conflictos... Puede que eso no le ocurra, dice, pero desde luego, según numerosos estudios científicos, tiene muchas más posibilidades que un chaval que no recibió cachetes.
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